Roque Guinart o la enfermedad de la conciencia (1615).
En el Quijote, la biblia laica de lo español, la referencia moral de las Españas (debería), hace 4 siglos, don Miguel dedicó todo un capítulo (II, 60) a su contemporáneo Roque Guinart, catalán por más señas, bandolero por el Monseny, la Segarra y las cercanía de Barcelona; e indultado y capitán de un tercio de tropas regulares al servicio del Rey de España, según las notas a pie de página de otro español y catalán: Martín de Riquer (Don Quijote de la Mancha. Planeta: Barcelona, 1968).
Cuenta el también manco Riquer que “El bandolerismo catalán mantenía estrechas relaciones con los hugonotes franceses, lo que daba a este fenómeno, en parte derivado de las luchas medievales feudales, un actualísimo matiz político, que explica la intranquilidad y las severas medidas tomadas por los virreyes de Cataluña… en las filas del bandolerismos militaba buen número de gascones … gente rústica y desbaratada. Quevedo, hablando de los bandoleros de Cataluña, dice que la mayoría eran gabachos y gascones y herejes delincuentes de la Languedoca”.
Así que yendo con Sancho el hidalgo manchego hacia Barcelona – “Era fresca la mañana” –, fue rodeado por más de cuarenta bandoleros que en catalán le dieron el alto a la espera de que llegara su capitán: Roque Guinart – “de treinta y cuatro años, robusto, mas que de mediana proporción, de mirar grave y color morena”- .
Llegado éste, admirado de la planta armada y pensativa de don Quijote – “…, con la más triste y melancólica figura que pudiera formar la misma tristeza”- , el catalán, compasivo, trató de suavizar aquel desconsuelo pasando, entre elogios y alabanzas, correspondidas por el castellano , casi sin tiempo , a defender el honor de la celosa y “hermosa Claudia”.
Tras el lance ardoroso el hidalgo retomó su afán y objetivo: intentó persuadir a los bandoleros que dejaran esa vida; y Roque el suyo: repartió entre su compañía – “con legalidad y prudencia”- lo último robado.
Ya a solas, en un remanso, en tanto que la tropa bandolera había salido a atrapar a un “gran tropel de gente” que a lo lejos se divisaba, don Quijote, Sancho y Roque empezaron a platicar, a conocerse . En ese intimar Roque, refiriendo su vivir, dirigiéndose al caballero, le dice: “ … le confieso que no hay modo de vivir más inquieto ni más sobresaltado que el nuestro. A mi me han puesto en él no sé qué deseos de venganza…; yo, de mi natural, soy compasivo y bien intencionado; pero, como tengo dicho, el querer vengarme de un agravio que se me hizo…”. El catalán va desgranado como de pecado en pecado, a pesar de que entiende lo que le pasa, persevera en ese estado del que no puede salir y, aunque lo intenta, sus buenas intenciones siempre caen en tierra, rendidas a la injuria. Se lamenta de que un pecado llame a otro y que ya no solo se vengue de lo que a él le han hecho, sino que toma a su cargo las afrentas que les hacen a los ajenos. Invocando a Dios, desde su ofuscación, remata: “… aunque me veo en la mitad del laberinto de mis confusiones, no pierdo la esperanza de salir dél a puerto seguro”.
Ante “tan buenas y concertadas razones” que causan admiración en don Quijote, pues cómo un bandolero, con este oficio, así razonaba, echando mano a su ciencia, le dijo: “Señor Roque, el principio de la salud está en conocer la enfermedad y en querer tomar el enfermo las medicinas que el médico le ordena; vuestra merced está enfermo, conoce su dolencia, y el cielo, o Dios, por mejor decir, que es nuestro médico, le aplicará medicinas que le sanen…; y pues vuestra merced ha mostrado en sus razones su prudencia, no hay sino tener buen ánimo y esperar mejoría de la enfermedad de su conciencia…”. Como cura rápida el hidalgo invita a Guinart a que se vaya con él, se haga caballero, viaje y sane las insidias a base de trabajos y fatigas.
Evidentemente Roque, hombre bragado y ceñido en eso de lances arriesgados, órdagos y asaltos, robos y algún que otro muerto, se rió del consejo y pasó el hablar al tema de Claudia Jerónima.
En esto que regresando la tropa con sus presas, entre los que había capitanes de infantería española, peregrinos y mujeres con sus mozos, amén de animales, dineros y demás bártulos, tras preguntar el “gran Roque Guinart…” quienes eran , cual su negocio y confiscar el parné, lo contado y se oyó: “De modo- dijo Roque Guinart-, que ya tenemos aquí novecientos escudos y sesenta reales; mis soldados deben ser hasta sesenta…”, e invitó a dar la soldada por igual, lo que llenó de regocijo a los bandidos al tiempo que gritaban e insultaban a los despojados llamándoles , en catalán, lladres (ladrones). Mas no contento del todo el capitán de la banda, aún pidió prestados a los prendidos otros ciento cuarenta escudos a cambio de un salvoconducto para circular sin peligro hasta Barcelona.
Tan felices eran los esquilmados que “Infinitas y bien dichas fueron las razones con que los capitanes agradecieron a Roque su cortesía y liberalidad, que por tal la tuvieron, en dejarles su mismo dinero”. A lo que siguió todo un intento de besamanos y besapies al “… gran Roque; pero él no lo consintió en ninguna manera”. Como entre los apresado estaban los peregrinos , que solo podían dar “su miseria”, y Sancho y su rucio, a los que ya habían espulgado en el momento de apresarlos, Guinart, en su misericordia, tomó parte de los ducados que a préstamo le habían dejado los pudientes y los repartió entre los citados menesterosos.
Como el catalán sabía escribir, les extendió el salvoconducto “…, y despidiéndose dellos, los dejó ir libres, y admirados de su nobleza, de su gallarda disposición y estraño proceder, teniéndole más por un Alejandro Magno que por ladrón conocido”. No pensaban igual alguno de la banda, que se quejaba “en su lengua gascona y catalana” de lo espléndido que era su capitán con el dinero de los demás, a lo que éste respondió con un espadazo que le abrió casi en dos la cabeza. Pasmados , la obediencia selló la boca y los pensamientos.
Acordándose entonces de don Quijote, al que consideraba muy famoso, y bastante más loco que valiente, y su pretensión de llegar también a Barcelona, escribió una carta a uno de sus amigos de allá, que envió con un bandolero disfrazado de labrador, mencionado lo que a su llegada haría el personaje – “…que era el más gracioso y el más entendido hombre del mundo (…) – , se le pondría en mitad de la playa de la ciudad, armado con todas sus armas, sobre Rocinante su caballo, y a su escudero Sancho sobre un asno…”; y que se lo decía para que se lo dijera a otros a fin de que, ante estampa tan singular “… con él se solazaran… y dar gusto general a todo el mundo”.
